Para liderar, es necesario mirar más allá de las circunstancias

El liderazgo es una carga. Es un desafío incluso para los que tienen, a todas luces, un “don natural” para el liderazgo; un talento especial para tratar con las personas, vislumbrar horizontes, resolver problemas, ser proactivo, pagar el precio e inspirar. No importa el tamaño de tus alas ni cuántos océanos hayas cruzado. Tampoco importa la experiencia que dan los años, la fuerza de la juventud, las más favorables e inusitadas corrientes de aire sobre las cuales hayas planeado. Ni siquiera el enorme placer de volar en bandada; pues nada de eso elimina completamente la carga invisible, pero real, inherente al liderazgo; aquello que algunos llamarían, quizá, los “gajes del oficio”.

 En estos “huesos” están calcificadas las frágiles virtudes de cuya solidez depende la fuerza de la estructura que permite soportar las presiones de lo cotidiano, con sus cargas y fatigas. El valor, por ejemplo, no elimina el miedo a equivocarse, ni disminuye la responsabilidad, especialmente cuando dejamos de insistir un poco más, buscar más, desear ir más lejos sin desfallecer. El líder termina aprendiéndolo. Descubre que es necesario no tener miedo sin ser temerario; ser, a la vez, prudente y audaz; osado y humilde; decidido y centrado; motivado sin ser impetuoso; concentrado en lo principal, pero sin descuidar los detalles. Curiosamente, parecería que la contradicción es la materia prima del producto que él espera ofrecer al público, con rostro, envoltorio y olor de coherencia, orden y perfección.

El peso del ejemplo

 El líder es llamado a ser ejemplo, pero al mirarse en el espejo advierte que, en muchos aspectos, no lo es ni lo puede ser. Es la tragedia del ser humano. Sin embargo, en su interior abriga el sórdido deseo de ser ejemplar, diferente, mejor; aunque sea un poquito más, para aliviar el malestar de no ser Dios. Por otra parte, esa es la manera en la que algunos seres humanos miran a los otros, como si fuesen dioses. Van más allá del respeto; les rinden reverencia. Van más allá del elogio sincero; los alaban lisonjeramente. ofenden por mucho, por poco y por nada. Desean cosas que no se atreverían a pedirle ni a Papá Noel ni al Genio de la lámpara, si los tales existieran, claro. Actúan como si un cargo administrativo eliminara aquella esencia humana a la cual todos estamos inexorablemente encadenados.

 A esto se debe el peso del liderazgo. Andar por el filo de la navaja. No poder reír de más ni de menos. No comer de más ni de menos. No hablar de más ni de menos. No elogiar de más ni de menos. No mandar de más ni de menos. No insistir de más ni de menos. No soñar de más ni de menos. No ausentarse de más ni de menos. No favorecer de más ni de menos.

 No se puede ser todo. No se puede hacer todo. No se puede ser ejemplo en todo. Pero se puede tener metas elevadas, levantar vuelo, extender las alas y lanzarse al cielo azul. Y ayudar a otros para que hagan lo mismo, sobre todo a los que jamás lo harían por sí mismos, que necesitan que alguien vaya al frente, abriendo el camino, minimizando los riesgos, disminuyendo la incertidumbre, aportando seguridad, “perdiendo las plumas”, disfrutando del paisaje, estimulando, esquivando algunos problemas, resolviendo otros. Alguien que esté dispuesto a asumir los riesgos, ya sea porque le gusta la adrenalina, o por disfrutar de la endorfina que viene después de que las cosas salen bien y todos quedan felices. Alguien que no se preocupe porque se note su presencia, pero que valora cuando se siente su ausencia, porque sabe cuál es el valor que tiene. Alguien que marca la diferencia, porque cree que es posible, que vale la pena, y porque fue necesario, no porque quisiera sobresalir y acariciar su ego con aplausos estrepitosos y vacíos.

El peso de las decisiones

 Es fácil que se los malinterprete, pero algunos no dejarán de expresar afecto por causa de ello. Lo pondrán en la balanza. Tomarán decisiones difíciles. Correrán el riesgo. De los males, elegirán el menor. La crítica que se sufre tiende a ser proporcional al grado de exposición del criticado. A pesar de ello, algunos se expondrán. No se quedarán en la comodidad de las sombras o del anonimato. Levantarán los ojos. No se quedarán postrados. Seguirán adelante. ¿Cómo? Por fe, idealismo, temple, accidente o vocación; ¡no importa! Avanzarán sobre las críticas, sean injustas o no. En medio de tempestades, evitables o no. Encontrarán la forma de abstraerse. Encontrarán la manera. Sobreviran. Más que eso: dejarán un verdadero legado, algo que no tenga la forma de su ombligo sino apenas el contorno de sus huellas digitales. Dejarán un poco de perfume de las rosas que tocaron y regalaron. Serán capaces de inspirar, no a todos, obviamente, sino a algunos, y esos serán suficientes. Cantidad y calidad no siempre andan juntas. Pero el ADN aprende a replicarse. El tiempo hará germinar la semilla (Sal. 126:5, 6). Y los que estén con ellos también querrán ser sal. Luz. Timón. Farol. Ancla. Brújula. Aspas al viento. Sabios lúcidos. Maestros. Artífices. Piedras pulidas, en otro tiempo brutas, como los que transitan (o al menos tratan de transitar) el mismo camino que los hizo héroes, aunque les falten superpoderes, lo que no es para nada común (2 Cor. 12:7-10).

El peso de la gloria

 Liderar es un peso. Y Jesús lo sabía. Por eso, él hizo y unió dos cosas antagónicas, algo de lo que solo él mismo sería capaz: primero, llamó a algunos hombres para que abandonaran su liderazgo sobre los peces para asumir el liderazgo de otros hombres. De esa forma, humanizó la vocación de liderar. Quitó el foco de la mercadotecnia, previno contra el exceso de pragmatismo, le dio alma al “asunto”, puso en el centro el bienestar de las personas, pero bajo la enorme perspectiva de la mirada de Dios (Luc. 12:15, 24). Y no paró allí. También asumió la parte más pesada de la carga y la llevó sobre sí (Mat. 11:28-30; Sal. 127:1-3). ¿Cómo lo hizo? Ofreciéndonos su infinito poder (Luc. 18:27; Sal. 37:4, 5). Dándonos lecciones eficientes e inolvidables (Mat. 20:26, 27; Éxo. 18:13-27). Enseñó que nuestra recompensa no está en el reconocimiento social que podamos obtener eventualmente (Juan 5:41, 44), ni en el salario justo que nos puedan pagar (Luc. 10:7; 1 Cor. 9:14; 1 Tim. 5:18), ni siquiera en las vidas transformadas como resultado directo o indirecto de nuestro trabajo (Mar. 6:10, 11; 1 Tim. 4:16), algo que no siempre podremos ver o medir (Juan 4:37, 38). Enseñó que lo que hacemos nunca es en vano cuando se hace con la motivación correcta (Mat. 6:1-4; Efe. 6:6; 1 Cor. 15:58; Heb. 3:17, 18). Nos dio razones para creer en milagros, y uno de los mayores de ellos es la belleza y la sencillez de una vida con propósito, que se vive para bendecir a las personas que no lo merecen pero que son –como tú y yo– objeto del amor de aquel que nos dio los dones que hacen que seamos lo que somos, el mismo que dirige los asuntos del Universo, que lo rige con maestría incansable y que nos invita a ser sus aprendices e imitadores (Mat. 11:29).

 Por lo tanto, ¡no te desanimes! Para, respira y sigue adelante, no con resignación, sino por la convicción; no por obligación, sino por solicitud (1 Cor. 9:16-19). Convierte al limón en limonada. Haz que la Cruz se vuelva puente, un puente sobre el abismo. Libérate de algún peso. Queda liviano. Cambia el peso de la vida presente por el peso de la gloria futura, no mirando las cosas que se ven, porque las que se ven son temporales, pero las que no se ven esas son eternas (2 Cor. 4:16-18).

Sobre el autor: editor de libros didácticos en la Casa Publicadora Brasileña