En algunas ocasiones me he preguntado cuál es el factor clave para “convencer” a las personas de que acepten a Jesús: si es la buena oratoria, el conocimiento intelectual o la sensibilidad al hablar. Sin embargo, gracias a varias situaciones, entendí que no es el hombre quien realiza esta obra, sino el poder del Espíritu de Dios.
El distrito en el que tengo el privilegio de servir a la iglesia tiene un grupo llamado Belén. Para llegar a él, tengo que caminar casi dos horas. Esta comunidad se encuentra en el medio de la selva y las casas están muy distantes unas de otras. Para visitar a la hermandad, siempre pasaba por una curva donde se encuentra una casa aislada, en la que vive un hombre solitario, con apariencia de no tener muchos amigos. Las veces que he conseguido saludarlo apenas asintió con la cabeza como respuesta.
Pregunté acerca de aquel hombre a los miembros de iglesia, y supe que hacía muchos años había participado de nuestros cultos, pero se había alejado. También descubrí que su nuera asistía a nuestra congregación, con sus dos hijos pequeños, de tanto en tanto.
Cierto sábado teníamos programado oficiar un bautismo en el río que cruzaba aquella región. Para llegar hasta el lugar, teníamos que hacer una larga caminata y pasar, en el trayecto, por la casa de aquel hombre. Al aproximarnos a su humilde paradero, lo vi sentado y les dije a los hermanos que me acompañaban que lo invitaría a participar de los cultos. Entonces, habló su nuera, y dijo: “Pastor, él ya conoce la Biblia, a la iglesia y a Dios. Solo le falta bautizarse. ¡Hágale un llamado a que acepte el bautismo!” Respondí que sería mejor visitarlo con calma y comenzar un estudio bíblico antes de que se bautizara, pero mis compañeros de caminata insistían con la idea. La situación era extraña, pues ¿cómo podría llamar al bautismo a alguien que no conocía?
Cuando nos acercamos, me volví hacia él para saludarlo. Antes de poder decir algo, sin embargo, el hombre se adelantó y me dijo: “Tú eres el pastor, ¿no?” “Sí”, respondí. Entonces, me preguntó: “¿Qué tienes para regalarme? ¿Algún folleto? ¿Alguna revista? ¿Algún libro?” Revisé la carpeta que llevaba conmigo, con el fin de ver si encontraba algo para darle, pero, lamentablemente, solo tenía cosas personales. En ese momento, recordé las voces insistentes que decían: “Hágale un llamado a que acepte el bautismo”, y le dije: “Mira, en este momento no tengo nada para darte, pero quiero ofrecerte algo mejor. Quiero invitarte a bautizarte”. Él me miró fijamente y me respondió: “¿Usted quiere bautizarme? ¿Está seguro?” Por un momento pensé que se había irritado por la invitación, pero a continuación me dijo: “Está bien. Voy más tarde”. Y entró en la casa. Los hermanos que me acompañaban insistían en que viniera con nosotros, pues dudaban de si aquella respuesta no había sido dada por impulso.
Cuando llegamos al río, preparamos todo para la ceremonia bautismal. ¡Imaginen nuestra sorpresa cuando vimos al hombre descender con una mochila, en la cual tenía ropa blanca para el bautismo, una revista que había recibido como presente hacía mucho tiempo, un himnario antiguo y gastado, y una Biblia en buen estado de conservación! Me aproximé y le dije: “¡Viniste!” Y él me respondió: “¡Si, porque hoy es mi bautismo!” Después de la programación, un miembro de iglesia me preguntó qué le había dicho para “convencerlo” de que se bautizara. Solo respondí: “Dios es quien convence, no el hombre”.
Así como el señor Fortunato entregó su vida a Dios, hay mucha gente que necesita que nosotros, como siervos de nuestro Padre, les demos un “empujón” para que tomen decisiones para vida eterna. Entendí que hay mucha gente que está esperando recibir un presente, un folleto, una revista o un libro. No solo eso, hay mucha gente esperando recibir la gracia y la misericordia que es un regalo que solo el Señor puede dar.
Sobre el autor: pastor en Coroico, Bolivia.