Durante muchos años, Silo, en la región montañosa de Efraín, fue la capital religiosa de Israel, y albergaba el Tabernáculo con el Arca de la Alianza, hasta que fue tomada por los filisteos en la batalla de Afec. En esa época, el pueblo era gobernado por los jueces. Elí, uno de ellos, era también sumo sacerdote y tenía dos hijos, los cuales, en su etapa de crecimiento, tuvieron la vivencia del oficio de su padre en el Santuario.

 Bajo su dirección, los sacrificios y los oficios del Tabernáculo ocurrían dentro de los parámetros instituidos. Elí, manso, bondadoso y respetado por el pueblo, también fue transigente, condescendiente y amante de la paz y la comodidad. Como padre, renunció a la autoridad conferida por Dios, e ignoró las malas tendencias de sus hijos, esperando que maduraran naturalmente.

 De este modo, fue responsable por el surgimiento de un submundo en el Tabernáculo, donde tenían lugar la corrupción y otros males cometidos por Ofni y Finees. Sin verdadera reverencia y comprensión del carácter de Dios y de su Ley, estos sacerdotes inconversos banalizaron el servicio del Santuario y sus simbolismos sagrados, y cometieron grandes pecados a la vista del Señor y de Israel.

 Envejecido, Elí fue testigo de la ilimitada decadencia de sus hijos sacerdotes, y de cómo también “dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión” (1 Sam. 2:22). Intentaba guardarlos de la vergüenza y la condenación pública, pero, indignados, “los hombres menospreciaban las ofrendas de Jehová” (vers. 17). Como consecuencia, la impiedad y la idolatría predominaban.

 Demasiado tarde, Elí intentó reaccionar, pero sin éxito. Entonces Dios intervino, y el sumo sacerdote vio a sus hijos muertos en batalla contra los filisteos, sin la esperanza de encontrarlos nuevamente.

 Al seguir las propias inclinaciones, tener un afecto ciego por las propias conveniencias, ser condescendiente en la satisfacción de los propios deseos egoístas, renunciar a la autoridad de Dios para reprender el pecado y corregir el mal, Elí se hizo responsable por la condición moral y religiosa de sus hijos y de Israel.

 Siglos después, el Señor aún tiene un pueblo, cuya misión continúa siendo tan sagrada como en los tiempos de los jueces. ¿Han utilizado los sacerdotes modernos la autoridad conferida por Dios para ordenar bien su casa y su iglesia?

 En el ministerio también hay un submundo. ¿Estarán, quizás, hombres y mujeres otrora llamados por Dios, participando de ese submundo, mientras dejan de contemplar a Jesús para contemporizar con las conveniencias propias, preocupados por el poder, o contaminando la mente y el carácter con pornografía, prostitución, deshonestidad e idolatría veladas? A veces, esos pecados permanecen en la oscuridad, pero la ausencia de vigor espiritual en el trabajo puede denunciar alguna transigencia.

 Elena de White hizo una advertencia solemne: “Cuando los hombres, que actúan ‘en nombre del Cristo’ [2 Cor. 5:20] para proclamar al pueblo el mensaje divino de misericordia y reconciliación usan su sagrada vocación como un disfraz para satisfacer sus deseos egoístas o sensuales, se convierten en los agentes más eficaces de Satanás. […] Puede ser que se entreguen secretamente a su mala conducta por algún tiempo; pero cuando finalmente se revela su verdadero carácter, la fe del pueblo recibe un golpe que a menudo resulta en la destrucción de toda fe en la religión. Queda en su mente una desconfianza hacia todos los que profesan enseñar la Palabra de Dios. Reciben con dudas el mensaje del verdadero siervo de Cristo. Se preguntan constantemente: ‘¿No será este hombre como aquel que creíamos tan santo y que resultó tan corrupto?’ ” (Patriarcas y profetas, p. 627).

 A pesar de los grandes desafíos que enfrenta el pastor en su trabajo, el testimonio de su propia vida y de un hogar ordenado aún debe ser su prioridad. Que cada ministro, junto a su familia, se consagre al Señor cada día, y le permita que lo purifique y lo ayude a percibir la gran influencia que ejerce ante un mundo entregado al pecado. ¡Y que reciba de Dios la capacitación constante para cumplir su misión!

Sobre el autor: esposa de pastor, escritora, conferenciante y especialista en Aconsejamiento Familiar.