El 11 de marzo de 2020, Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaró que la COVID-19 ya se consideraba una pandemia debido al índice de contaminación. En otras palabras, la situación era mucho más crítica de lo que se podía imaginar. La ciudad de Wuhan, en China, se había convertido en el epicentro de la COVID-19 y el virus se había extendido a muchos lugares del mundo.
No hay dudas de que, desde aquel día, el mundo entero vive en una atmósfera cargada de miedo, dolor y preocupaciones. Las imágenes de países afectados por la pandemia como España, Italia, Estados Unidos, India, Brasil y otros han conmocionado al mundo. Hospitales al borde del colapso, pacientes desperdigados por los pasillos, familiares desesperados por conseguir una plaza en la UTI y la falta de una solución concreta al problema no hicieron más que aumentar la angustia de unos corazones abrumados por el sufrimiento.
Desde entonces, nos encontramos en un torbellino que ha afectado a la humanidad en materia de salud, economía, educación, familia y relaciones. Aunque pareciera que –afortunadamente y poco a poco– las cosas empiezan a mejorar, la Pandemia y sus secuelas no se borrarán fácilmente de nuestra memoria, porque el virus no solo se ha llevado los sueños, sino también la vida de personas de las que no esperábamos separarnos tan pronto. De hecho, la muerte es un elemento extraño en el plan original de Dios para los seres humanos.
En medio de este cuadro de dolor y tristeza, la familia ministerial está de luto. Algunos pastores y esposas de pastores han ido al descanso. Han sido llevados por la muerte. Sirvieron a la iglesia con dedicación, pasión y entusiasmo. Incluso en los momentos más difíciles, mantuvieron la esperanza. Es bueno recordar que en los días más difíciles de nuestra existencia es cuando redescubrimos o reafirmamos el valor de la esperanza. Hans K. Larondelle, el gran teólogo adventista holandés, declaró: “La esperanza es la fe aplicada al tiempo futuro”. Tenemos que mirar hacia adelante con la certeza de que Dios no fallará.
Ante el dolor y la pérdida que nos acompañan, no podemos olvidar a aquel que es nuestra suficiencia; que enjugará nuestras lágrimas; que nos levantará y sostendrá con el poder renovador de su presencia. Elena de White escribió: “El Señor Jesús es una reserva inagotable de la cual los seres humanos pueden sacar fuerza y valor. No hay necesidad de sentir abatimiento ni aprensión” (Obreros evangélicos, p. 277). “Nuestra única esperanza consiste en mirar a Jesús, ‘autor y consumador de nuestra fe’ (Heb. 12:2, VM). En él está todo lo que puede inspirarnos esperanza, fe y valor. Él es nuestra justicia, nuestro consuelo y regocijo” (Testimonios para la iglesia, t. 5, p. 186).
Estamos más cerca del retorno de Jesús de lo que podemos imaginar, y nuestra esperanza en él necesita ser más fuerte que nunca, pues, como escribió el apóstol Pablo, estamos “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). Cada día debemos afirmar y reafirmar nuestra esperanza, pues no es un evento, sino una persona: Jesucristo. En él, toda la esperanza se renueva diariamente.
Sobre el autor: secretario ministerial para la Iglesia Adventista en Sudamérica.