La nota de tapa de esta edición ya estaba lista hacía unos días cuando recibí una llamada del pastor Lucas Alves. Incidentalmente, él mencionó el tema del Concilio Quinquenal de la División Sudamericana, que comenzaría al día siguiente: “Una iglesia en movimiento”. Lo que llamó mi atención fue que el tema de la reunión se encontraba en una cita de Elena de White, en la cual la autora comparaba a la iglesia de San Francisco con una gran colmena, texto que está en las consideraciones iniciales del artículo que escribí. ¿Coincidencia? No creo.
A lo largo del tiempo, el Espíritu Santo ha impresionado a hombres y mujeres a reflexionar cada vez más sobre la importancia de la congregación local para el cumplimiento de la misión. A medida que fue creciendo nuestra estructura confesional, muchos comenzaron a proyectar sobre la institución su papel en la tarea de discipular a personas para el Reino de los cielos. Gradualmente, las actividades que antes movilizaban a la mayoría de los miembros se sustituyeron por iniciativas sofisticadas y con gran dependencia de la tecnología. Así, lo que debería servir como esquema de apoyo asumió un papel protagónico, mientras que las personas, que deberían ser protagonistas, se limitaron a servir como elementos de apoyo. Aunque los recursos tecnológicos sean importantes, y los procesos de trabajo tengan relevancia, nada puede sustituir el contacto personal.
Esto parece haberse evidenciado en el contexto de la Pandemia. A pesar de la facilidad con la que las personas se adaptaron a las reuniones virtuales y a los cultos transmitidos por diferentes plataformas, y al uso de aplicaciones que facilitan la adoración y al compromiso de compartir mensajes evangelizadores en las redes sociales, la falta de actividades presenciales siempre se sintió. En diferentes iglesias por las que pasé después del retorno a los cultos, escuché a líderes y a miembros agradecer a Dios la oportunidad de reunirse nuevamente, mientras esperaban con ansiedad el momento de hacer una comida “a la canasta” con seguridad.
En realidad, este sentimiento gregario del cristianismo es la marca que lo identifica. Lucas destacó este hecho en el primer retrato que hizo de la comunidad apostólica. “Todos los días”, escribió, los cristianos “se reunían en el templo, y partían el pan en las casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hech. 2:46, BLP). Sin embargo, tan importante como el hecho de estar juntos era el motivo que los mantenía cercanos.
Por el Espíritu, “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (vers. 42). La centralidad de la Palabra era notoria, y la presencia y los trabajos de los líderes eran impactantes (vers. 43). El sentido de fraternidad motivaba a los miembros a cuidarse mutuamente (vers. 44, 45). Como resultado, la iglesia contaba con “la buena voluntad de toda la gente” (vers. 47, NTV). Lucas concluye esta descripción diciendo: “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (vers. 47).
Sin recursos financieros, tecnológicos o posiciones sociales de influencia, los cristianos trastornaron el mundo (cf. Hech. 17:6) a partir de su experiencia local. Elena de White declaró al respecto: “Cada cristiano vio en su hermano la semejanza divina de la benevolencia y el amor. Prevalecía un solo interés. Un objetivo era el que predominaba sobre todos los demás. Todos los corazones latían armoniosamente. La única ambición de los creyentes era revelar la semejanza del carácter de Cristo y trabajar por el engrandecimiento de su Reino” (Palabras de vida del gran Maestro, p. 91). Y completó: “Estas escenas se repetirán, y con mayor poder” (ibíd., p. 92). La pregunta que se desprende de esta reflexión es: ¿Estamos preparados para liderar esta revolución congregacional?
Sobre el autor: editor de la revista Ministerio, edición de la CPB.