Carta de un pastor a un colega en crisis

Me tomo la libertad de escribirte esta carta, y quiero que sepas desde ya que soy pastor, como tú. Por transitar el mismo camino, conozco los dilemas que enfrentas en tu recorrido ministerial y deseo compartir unas pocas consideraciones que considero válidas.

Imagino que una enorme tristeza invade tu corazón cuando lees noticias sobre diferentes pastores que terminan enfermos, depresivos y agotados –sin contar a los que intentan el suicidio–. Sin embargo, no quedas totalmente perplejo porque, en el fondo, conoces muy bien el terreno pedregoso por el que camina el pastor. Es muy probable que hayas pasado por situaciones semejantes: sufrimiento, angustia, dolor, disgustos y lágrimas. Por si no fuera suficiente, la pandemia que asoló al planeta agravó aún más los niveles, aun no cuantificados, de los problemas emocionales y espirituales que enfrentas.

Constantemente te sientes solitario, ¿no es así? Pienso que esta soledad no es como la del individuo que se encuentra solo en el medio del desierto. El sentimiento que experimentas se asemeja más al del maratonista que corre sin parar, con dolores en el cuerpo, con mucha gente a su alrededor, y aun así, sin que nadie tenga las condiciones para ayudarlo. Tú ayudas a los demás y das todo de ti. Pero ¿quién hace algo por ti?

A veces esperas que las personas con las que trabajas tengan alguna palabra de gratitud y ánimo. Sin embargo, por razones aparentemente inexplicables, nunca se pronuncian esas palabras, especialmente cuando más las necesitas. Incluso, parece que nunca hubo equilibro entre los desafíos que necesitas superar y el estímulo que necesitas recibir. Los reclamos llegan todo el tiempo, como las facturas por el correo; pero las palabras de incentivo son tan raras como las mariposas en el océano.

Naturalmente, tu familia termina convirtiéndose en tu lugar de refugio, ¿no es así?

Con todo, por amor a ella, para que tu esposa y tus hijos no queden golpeados, muchas veces escondes tus sentimientos, sonriendo cuando deseas llorar. Evitas contarles acerca del mal que alguien te causó, intentado resguardarlos, lo que hace que tu soledad sea todavía más aguda y desesperante. Cuando no hay nadie cerca, lloras y clamas en angustia: “¡Oh, Dios, por favor, ayúdame!”

A veces piensas consultar a un psicólogo, un terapeuta. Pero temes que alguien descubra tu debilidad o que sospechen que no logras lidiar con tus problemas. Cuando, en una ronda con colegas de ministerio, alguien menciona que cierto pastor terminó enfermo y se encuentra en una clínica de recuperación, no dices nada; solo miras el horizonte, temblando por dentro con la perspectiva de ser el próximo en sucumbir.

Entonces, tus pensamientos se vuelven hacia una posibilidad antes inimaginable: abandonar el ministerio. Tantos otros ya se fueron, ¿por qué no tú? Por más infeliz que parezca esa decisión, cuando las crisis crecen, cuando los desafíos parecen estar más allá de las soluciones, cuando te sientes incapaz de alcanzar el ideal, ¿por qué no desistir?

Bien, a esta altura puede ser que yo haya errado el objetivo y tú no te hayas identificado con mi descripción. Si ese es el caso, significa que estás bien, y estoy feliz por eso. Por otro lado, si lo que escribí describe una realidad que te hace recordar a la tuya, entonces continuaré un poco.

Nosotros, los pastores, presentamos todo el tiempo soluciones a las personas. Soluciones espirituales, emocionales, financieras, e incluso sentimentales. Pero ¿cuál es la solución para las crisis que enfrentamos en soledad? Temo decepcionarte, pues no te estoy escribiendo para presentarte soluciones, ni siquiera una. No me atrevo a pensar que pueda tener algo diferente que presentar a mis hermanos de ministerio, al punto de servir de referencia en alguna cosa.

No tengo ninguna solución. Solo me gustaría reflexionar sobre las cosas que a veces pasan desapercibidas en nuestra trayectoria. Puntos que pueden marcar alguna diferencia, aun cuando parecen estar diluidos en medio de nuestras constantes decepciones y angustias.

Primero, quiero recordarte que alguien ora por ti. De hecho, estoy orando por ti ahora mismo, aunque no te conozca personalmente. Sé que crees que la oración puede trascender el espacio y el tiempo, y que la bendición de Dios llega donde fue rogada. Basta con que alguien se acuerde de nosotros. Oro ahora por ti, rogando la bendición de Dios sobre ti. A causa de la realidad de la oración, siempre se presenta tu nombre en las cortes celestiales.

También quiero destacar que formas parte del grupo más privilegiado entre los hijos de Dios, aquellos que el propio Creador del Universo eligió para una misión cuyo peso es de gloria. Hasta donde sé, el Señor nunca separó a alguien para una tarea de implicaciones cósmicas para después abandonarlo en el camino. Por lo tanto, insisto: no es la mano de Dios la que pesa sobre ti; tú eres quien está en las manos de Dios. Cuando la soledad insista en arrebatarte algunas lágrimas más, recuerda que nunca estás solo. ¡Nunca, de hecho!

El recordar que eres un “vaso elegido” por el mismo Creador será siempre un incentivo poderoso, como lo fue para un antiguo pastor que ciertamente admiras: el apóstol Pablo. Piénsalo bien, él tuvo todos los motivos del mundo para desistir. Renunció a una prometedora posición social, fue rechazado por sus pares religiosos y perseguido ferozmente, perdió la comodidad material, su salud se deterioró, fue juzgado en tribunales paganos y aprisionado en mazmorras insalubres. ¿Cómo pudo continuar, teniendo tantas cosas tirándolo abajo, al fracaso? De hecho, él mismo le hizo esta pregunta a Dios, y conoces la respuesta que recibió: “Bástate mi gracia” (2 Cor. 12:9). Para Pablo, fue suficiente. ¿Será suficiente también para nosotros? De ahí en adelante, cuando todo parecía empeorar, Pablo tuvo una frase en la punta de la lengua: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia” (Fil. 1:21).

Pablo también contemplaba algo que a veces olvidamos con facilidad: ¿Cuál es el tamaño de nuestro sufrimiento cuando lo comparamos con el que experimentó Cristo en nuestro lugar? Jesús afirmó que sus discípulos harían obras mayores que las suyas (Juan 14:12), pero que esto tendría un costo: “Os perseguirán, y os entregarán […] a las cárceles” (Luc. 21:12). El Maestro enseñó cómo debemos enfrentarnos a nuestros desalientos cuando dijo: “Confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Hace un tiempo, oí una frase que llamó mi atención: “Quienes sufren pueden ayudar mejor a otros que sufren”. Pablo estaría de acuerdo, pues afirmó que por la “consolación con que nosotros somos consolados por Dios” podemos “consolar a los que están en cualquier tribulación” (2 Cor. 1:4).

Y ¿qué decir de la iglesia? Si la iglesia, y tu trabajo por ella, puede ser la fuente de muchas de las crisis y decepciones que te hacen llorar, ¿no es la defensa del Cuerpo de Cristo la mayor razón para luchar sin rendirse nunca? No solo luchamos contra la “sangre” que se le sube a la cabeza a la gente, hasta el punto de ser traicionados o maltratados; el problema es mucho más profundo, como bien sabes. Nuestra lucha es “contra principados, contra potestades” (Efe. 6:12). Es decir, la gente nos hiere y lastima, pero ellos no son los verdaderos enemigos. Para las personas que nos hacen daño, usemos el perdón; contra los demonios que nos atormentan, usemos la oración.

Probablemente, para entender el poder del perdón, y predicar sobre él, Dios te confronte con el desafío de perdonar, tal vez de un modo que pruebe tu fe. Cada vez que esto ocurra, tendrás que hacer frente a tu mayor enemigo: tu propio yo. Si el perdón ocurre, aunque cueste las lágrimas más dolorosas, como le sucedió a José ante sus hermanos, el día siguiente tendrá un colorido sin igual.

Me gustaría recordar un importante detalle más: Para alcanzar el ideal de Dios en un mundo contaminado por el pecado, no habrá caminos fáciles ni días de completa calma. João Guimarães Rosa escribió: “El flujo de la vida lo envuelve todo, la vida es así: calienta y enfría, aprieta y luego afloja, calma y luego distiende. Lo que quiere de nosotros es valor”. Esta situación de constante lucha, hasta donde logro visualizar, es exactamente lo que necesitas: una oportunidad para ser moldeado en el yunque de Dios, donde se trabajan las aristas y se refina el carácter. Te verás en la necesidad de reconocer tu dependencia de aquel que todo lo puede, al punto de afirmar: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:10).

Voy terminando mi carta, y tal vez estés pensando que todo lo que escribí no es ninguna novedad. Sí, eso mismo. Nada de lo que escribí es novedad. Sin embargo, creo que, en los días más áridos y oscuros de nuestro peregrinaje, necesitamos a alguien que nos recuerde algunas verdades eternas que todavía son un bálsamo para el alma.

Eso es lo que intenté hacer. Espero sinceramente que marque alguna diferencia en tu vida.

Con aprecio,

Tu hermano pastor

Sobre el autor: pastor en Hortolândia, San Pablo, Brasil.