Nadie puede negar que el púlpito evangélico atraviesa un período crítico de su historia. Gente que se dice cristiana se queda en casa en vez de ir a la iglesia, y entre los que asisten regularmente, se dice que van a pesar de la predicación y no por causa de ella”. Estas palabras del pastor Alejandro Bullón suscitan serias reflexiones. Merril Unger, expresó la misma preocupación: “En un grado alarmante, la gloria está desapareciendo del pulpito del siglo XX”.

            Creo que podemos afirmar que la predicación adventista, más específicamente, pasa por una crisis. El púlpito adventista no resuena con el poder de la Palabra como se supone que debería hacerlo, dada la importancia y la urgencia del mensaje de los tres ángeles que debería proclamarse desde allí.

            Conviene, sin embargo, afirmar que estas declaraciones no tienen el propósito de cuestionar la obra del ministerio adventista. Los pastores adventistas desempeñan su ministerio con espíritu de sacrificio. Ser pastor adventista hoy es estar empeñado en una tarea que exige, al parecer, más tiempo, talentos, energía y salud de lo que antes requería.

            No es cuestión de plantearse hipótesis en estas brevísimas palabras introductorias, pero arriesgándonos a generalizar podríamos decir que la crisis de la predicación radica en el ministerio, la iglesia y el sistema organizacional adventistas insertos en el clima del mundo actual al cual no han podido substraerse. El clima del mundo moderno es de tibieza, indefinición, lasitud. La gran confederación del mal de los últimos días apenas empieza a formarse y a ganar intensidad. Parece que los adventistas no perciben claramente su desafío ni entienden bien Su misión. Parecen no comprender que el gran mensaje de convocación a unirse con Dios frente a la gran confederación del mal en los últimos días debe proclamarse con intensidad cada vez mayor hasta convertirse en el fuerte pregón del tercer ángel.

            Con frecuencia el pastor no es más que el administrador y coordinador de los esfuerzos de su distrito, y no pastor evangelista, proveedor de alimento espiritual para su rebaño y anunciador de las buenas nuevas para los inconversos. El pastor no es conocido ni evaluado como predicador sino como administrador de los esfuerzos de la iglesia. La administración desvía el énfasis. La iglesia y el ministerio realizan muchas actividades buenas, necesarias y urgentes, pero que de alguna manera desvían a los ministros del “ministerio de la palabra”.

            Hemos de ser, sin embargo, equilibrados. Tenemos instrucciones en el sentido de que los ministros no debieran predicar y las iglesias no debieran esperar “un sermón cada sábado” (Joyas de los testimonios, tomo 3, pág. 82). También sabemos que cuando Elena G. de White habla a los “obreros evangélicos”, se dirige a todos los miembros de la iglesia. Pero es a los hombres apartados por la iglesia para el ministerio de la Palabra a quienes se les dirige la siguiente amonestación: “¡Ojalá que todo ministro de Dios se diese cuenta de la santidad de su obra y del carácter sagrado de su vocación! Como mensajeros divinamente señalados, los predicadores se hallan en una posición de terrible responsabilidad” (Obreros evangélicos, pág. 156). La responsabilidad radica en que cuando pasan al púlpito deben hacerlo como hombres de Dios para exponer la Palabra de Dios. Terrible responsabilidad es no elevarse a esa altura. Grave pérdida defraudar la anhelante expectativa de la congregación.

            Se necesitan predicadores que alimenten semanalmente a su congregación con el maná celestial. Tales predicadores hallarán, esperamos, una valiosa ayuda y mucha inspiración, en los artículos dedicados a la predicación que aparecen en este número especial